Publicado en Página 12 - Radar Libros
"Durante bastante más de dos milenios, el pensamiento sistemático (la “ciencia”) fue definido por el objeto de estudio y su método de análisis. Con el correr de los tiempos, tamaña caracterización fue extendiéndose hasta teñir incluso a las aleatorias determinaciones socio-históricas. Inversión de la imagen de la realidad, bah, ideología que si bien otorgó fértil cabida a Aristóteles, Galileo, Newton y Einstein (entre muchos), asimismo se erigió en obstáculo para que la humanidad pesquisase lo más próximo de su producción: el prójimo. De Ferdinand de Saussure a Noam Chomsky, un movimiento que a la vez fue ciencia, programa, moda y ariete ideológico logró poner en cuestión la welt culminante en el positivismo y disparar andanadas de conjeturas montado en los vagones de la antropología, la semiología, la semiótica, el psicoanálisis. Fue (¿es?) el estructuralismo esa revulsión que enerva al cientificismo postulante de la lengua perfecta no menos que dilata los esfínteres del posmodernismo descremado. Con la lingüística al modo de plataforma de lanzamiento, el pensamiento riguroso pasó a incluir una matematización capaz de albergar la contradicción y, aun, la paradoja: “Lo que se sabe de los datos de una sociedad puede explicar la lengua, lo que se sabe de la lengua puede explicar los datos de una sociedad”. Habilitación ni simplista ni automática del salto entre una disciplina y otra, oportunamente bastardeado por el reduccionismo “todo tiene que ver con todo”. Horizonte complejo, de distancias cambiantes y espejismos proporcionales al calor de sus fuentes, el estructuralismo fue retratado al momento de su hipotética defunción en 1968 por Ducrot, Safouan, Sperber, Todorov y Whal (Que’est-ce le structuralisme?) o Deleuze (“¿En qué se reconoce el estructuralismo?”); esparcido, vapuleado y resumido hasta obtener versiones inocuas como el interaccionismo y el cognitivismo. Campo de batalla de las ideas, el análisis estructural es revisitado por la metafísica del lingüista Jean-Claude Milner en un periplo sistemático transitado con la intensidad del testigo y, a la vez, el compromiso del protagonista. En efecto, a lo largo de El periplo estructural, Milner construye un sistema clasificatorio semejante al que ya había puesto en juego en La obra clara (1996), donde aborda la obra de Jacques Lacan, con etapas, postulados, amores y divorcios. Lacaniano extrapartidario, Milner adopta con tanto fervor el prisma psicoanalítico que los forzamientos del modelo emergen tan plausibles como cuando hace lo propio con la antropología, la semiología o la propia historia. En la maraña del cruce de disciplinas afines –aunque de calientes fronteras, donde zumban y se confunden conceptos y metodologías–, la deslumbrante traducción de Irene Agoff es todo. Tras descular las figuras retóricas de Saussure, Dumézil, Benveniste, Barthes, Jakobson, Lacan, Althusser, entre tantos otros, Milner encara una última sección destinada a hacer lo propio con el paradigma estructuralista. Tal vez si este capítulo hubiese estado situado al comienzo de la obra, el lector (idóneo, necesariamente) habría contado con una valiosa herramienta a fin de desentrañar las posiciones específicas de los pensadores relevados. Pues es en ese final donde Milner da a conocer latitud y longitud (“naturaleza o contrato”) en las que hace pie para proferir su impecable discurso. Acápite en el que formula un recorrido ideológico-político, por más que sostenga con reiterada certeza, por ejemplo, que “Francia es el país más antiintelectual y antipolítico del mundo” (¡ellos, inventores de los términos “derecha” e “izquierda!”). Así corrobora una vez más la Ultima Verdad Estructural: el punto de vista crea el objeto. Un auténtico volver a las fuentes."