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Camino de renuncia

Por Ramón Rodríguez 28 de abril de 2007

Publicado en ABC - ABCD

"Ciertamente la presencia del mal en la vida humana, agobiante y opresiva a veces, enmascarada y soportable otras, es un desafío que el pensamiento no ha dejado de afrontar desde su inicio como faena racional. Pero no ha producido, desde luego, resultados más satisfactorios que el mito, que, a su manera, ofrecía también un intento de integrar el escándalo del mal en un contexto de inteligibilidad. Castigo merecido. Este pequeño ensayo de Ricoeur, una conferencia en una Facultad de Teología, puede entenderse como una forma, modesta y alejada de todo vuelo especulativo, de ayudar a pensar el mal tras el fracaso reconocido de las diversas teodiceas que han poblado la historia. Pero pensar, más en el sentido de aprender a vivir con una aporía racionalmente insuperable que en el de buscar una explicación mediante la visión de algo —el mal— desde determinados principios o mediante su integración en un sistema. La primera ayuda que el texto ofrece es la claridad y sencillez con que en él se expone la disparidad básica que la idea de mal encierra: pecado o mal moral, sufrimiento y muerte son todas formas de mal, pero en modo alguno pueden ser pensadas de la misma manera. El carácter activo e imputable a un sujeto del mal moral se opone a la esencial pasividad e inocencia del sufrimiento. Sin embargo, la experiencia de la pena, el sufrimiento que se inflige al culpable moral, y la sensación de este, tantas veces relatada en la literatura, de ser pasivamente arrastrado por fuerzas que le seducen, establecen entre ellos una extraña vinculación, como si hubiera una cierta raíz común a ambas formas de mal. El mecanismo de la retribución —castigo merecido por una falta, individual o colectiva, cometida— es la «explicación» racional de esa vinculación, que de una u otra forma pervive en toda teodicea. Pero el sufrimiento, el «¿por qué yo?» de Job, resiste en cada ocasión a ser absorbido por el mal moral. Fe en dios. Y es a partir de este fracaso cuando Ricoeur, apoyándose en la dialéctica «fracturada» de la teología de Barth y en la lógica kierkegaardiana de la paradoja, ofrece unas cuantas ideas, que actúan a modo de señales que la «acción y la espiritualidad» hacen al pensamiento. Ninguna de las dos proporciona algo que pudiera ser denominado una «solución», pero hacen, en algún sentido, asumible la aporía racional del mal; la primera cambiando la dirección del cuestionamiento: no por qué o de dónde viene el mal, sino qué hacer contra él. La segunda, dándole un sentido positivo a la ignorancia que la aporía entraña: si no tenemos ninguna certeza racional sobre el mal, no aceptemos el juego de la retribución: ni Dios quiere el mal ni éste es una objeción contra la fe en él. Dios no es una respuesta al problema del mal. Esta aportación «exterior» a la tarea de pensar el mal que Ricoeur propone no es propiamente la indicación de una vía de pensamiento para que sea recorrida por una suerte de filosofía moral; es más bien la vía de una espiritualidad personal lo que aquí se abre, el camino de una cierta ascesis que no sitúa la comprensión en abarcar más y más datos, sino en la renuncia; renuncia, desde luego, a toda forma de explicación, pero también incluso al lamento y la queja, en la medida en que ambos permanecen sujetos a la perspectiva de la retribución. Como el propio Ricoeur reconoce, es un camino que no se puede enseñar, sino encontrar. Pero, por eso mismo, encontrarlo y recorrerlo ¿puede seguir siendo una tarea del pensamiento? En pocos textos se ve tan clara como en este la apertura de Ricoeur a la fenomenología de la experiencia religiosa con la que comenzó su trayectoria."

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