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El nuevo discurso antidemocrático

Por Amador Fernández-Savater / Traducción del francés Marina Garcés 1 de abril de 2006

Publicado en Archipiélago - N° 72

"Archipiélago: En “La haine de la démocratie”(1) describe usted una vasta operación intelectual, mediática y (anti)política que redefine la democracia como “el reino de los deseos ilimitados del individualismo consumista” y la fuente de todos los problemas de nuestra época (decadencia de la escuela, anomia social, guerra de todos contra todos, incivismo, etc.). Según los artífices de esa operación, el capitalismo no tiene nada que ver con la producción masiva de subjetividad consumidora y clientelar (ni siquiera aparece mencionado en sus análisis): la responsable es la democracia. ¿Cómo se ha realizado esa fantástica inversión de sentido?  Jacques Rancière: La denuncia de la democracia como régimen del individualismo es un topos del pensamiento contra-revolucionario desde el tiempo de la Revolución francesa. Este individualismo fue considerado entonces la marca de un protestantismo que había sido prolongado por la Ilustración y que había culminado en la destrucción revolucionaria de los cuerpos que aseguraban la cohesión de la sociedad. Pero este topos no sólo definió el sistema de pensamiento de los nostálgicos de la “comunidad” según la moda monárquica, católica y feudal. También se propuso como descripción adecuada para la sociedad que se imponía en los años de la Restauración contra-revolucionaria en Europa, a saber, la sociedad regida por la industria capitalista. Los cuatro términos --capitalismo, egoísmo, individualismo y democracia- fueron equiparados a principios del s.XIX y esta equivalencia marcó todas las formas de oposición al orden económico y estatal dominante, desde el “liberalismo” a lo Tocqueville hasta los diversos tipos de socialismo. En particular, marcó el pensamiento del joven Marx y la tesis de La cuestión judía: la democracia es el reino del “hombre”, es decir, del individuo propietario egoísta, escondido tras la idealidad abstracta del “ciudadano”. “Capitalismo” y “lucha de clases” siempre son susceptibles entonces de desaparecer detrás de significantes como “individualismo” o “desunión social”. El fin oficial de los regímenes “comunistas” tuvo como consecuencia que la tesis marxista, que identificaba la democracia con la forma cuyo contenido era la propiedad privada, se encontrara desconectada de su complemento (la revolución como realización de la “democracia real”) y se viera reconducida, así, hacia su terreno de origen: la crítica del “individualismo democrático”. Fue de ese modo cómo la crítica de la economía de mercado llegó a convertirse en la crítica al consumidor democrático. Y como, según la lógica de la tesis contra-revolucionaria, el individualismo democrático condujo al Terror, ese “consumidor democrático” fue presentado como el precursor del totalitarismo. No hay que olvidar que los intelectuales que hoy asimilan la democracia con el reino de los deseos individuales y anuncian los horrores del “totalitarismo democrático” (en Francia, por ejemplo Finkielkraut, Gauchet, Milner…) se han formado todos ellos en el marxismo. Es un fenómeno que va más allá de una cuestión de las trayectorias individuales. El hundimiento del comunismo ha dejado al marxismo libre para todo tipo de apropiaciones: el sentido de la historia y la necesidad económica vuelven a ser el pensamiento oficial de los defensores del mercado sin límites, y la crítica de la “democracia formal” vuelve a ser la crítica de la democracia tout court. En resumen, el sistema de equivalencias establecido por el pensamiento contra-revolucionario permite la desaparición de determinados términos detrás de otros. Hoy permite borrar “capitalismo” detrás de “consumo” y “lucha de clases” detrás de “individualismo”. A.: Frente a la subjetividad consumidora, que es insolidaria, errática y caprichosa, el discurso antidemocrático opone un “principio social del límite” encarnado en las instituciones que representan el “bien común”: República, Constitución, Parlamento. Sin embargo, usted afirma que lo que defiende ese discurso en el fondo es la “neutralización del pueblo y la política”. ¿Cómo es eso? J.R.: El discurso dominante opone simplemente la anarquía de los deseos individuales al sentido de la comunidad. Esta simple oposición permite identificar el principio político con el mero primado de lo universal sobre lo particular y asimilar la comunidad política al poder de una instancia de la autoridad común que se impone a la anarquía de los deseos individuales. Reduce la política a lo que yo llamo “la policía”, es decir, la simple ordenación del cuerpo social bajo la autoridad de una competencia que distribuye lugares y funciones. La política como “poder del pueblo” es otra cosa totalmente distinta. No es el poder común, es el poder de cualquiera, la afirmación de la ausencia de fundamento del poder. Ésta es la “anarquía” que hay en el fundamento de la política y que el discurso anti-democrático quiere rechazar tras la visión piadosa del bien común opuesto a los apetitos individuales: la política significa que no hay “competencia” que dé derecho al gobierno de las comunidades. La política siempre es ese suplemento del poder de todos que se opone a cualquier identificación de la potencia común con el poder de los que están autorizados a gobernar por su nacimiento, su ciencia, etc. No hay un bien común. La política empieza cuando este bien común se encuentra puesto en litigio, cuando es sustraído al monopolio de los que pretenden encarnarlo. A.: ¿En qué se parece y en qué difiere este nuevo discurso antidemocrático de aquellos que elaboraron en su día otros ilustres “reaccionarios” como Platón o los viejos contrarrevolucionarios como Joseph de Maistre o Donoso Cortés?  J.R.: Como decía más arriba, este discurso retoma algunos elementos de base del discurso contra-revolucionario o anti-democrático clásico. Retoma sobre todo sus maneras de describir la sociedad individualista, la pérdida del vínculo social, etc. Ahora bien, precisamente la política es antes que nada una manera de describir la comunidad, de definir lo que se nos da a ver y a pensar, lo que constituye el marco de una acción posible. A partir de ahí, el nuevo discurso anti-democrático se puede permitir variaciones tomando ropajes nuevos de otros discursos. Por ejemplo, así es como puede retomar, para caracterizar el “individualismo democrático”, aspectos de la denuncia marxista del reino de la mercancía o de la crítica situacionista a la “sociedad del espectáculo”. O bien, para deplorar la ruina de la religión, de la familia y del vínculo social, puede utilizar la formalización lacaniana de los simbólico, de lo imaginario y de lo real, como hacen Pierre Legendre o Jean-Claude Milner. Vemos entonces cómo los discursos europeos más sofisticados coinciden con los discursos más groseros de los evangelistas norteamericanos.  A.: Uno de los terrenos concretos donde se miden los distintos discursos sobre la democracia es la escuela. El discurso (neo)republicano denuncia que la escuela sufre de una excesiva democratización: demasiada igualdad entre el profesor y el alumno, demasiada participación animada por las “pedagogías de la escucha” provenientes (supuestamente) del 68. En definitiva, la inmadurez en el poder. ¿Cómo funciona este discurso concreto sobre la escuela, inscrito en el discurso antidemocrático más general, para domesticar el exceso constitutivo de la política?  J.R.: La Escuela es el lugar simbólico en el que una sociedad y un poder se representan su lógica de funcionamiento. Naturalmente está en el corazón del discurso republicano, porque este discurso, desde Platón, pretende identificar el ejercicio del poder común con la formación de las costumbres de una comunidad. También es el lugar simbólico ejemplar para desplazar la cuestión del poder económico y social bajo la cuestión de la relación entre la comunidad y la individualidad, es decir, para transformar la lucha contra la desigualdad en lucha contra la igualdad. Así, el discurso “republicano” sobre la Escuela se inscribió en un principio en el marco de una problemática que era la de la “igualdad de oportunidades”, es decir, del papel atribuido a la Escuela en la lucha contra la fatalidad de la reproducción del orden social. Reivindicaba, entonces, la extra-territorialidad de la Escuela como garantía de su independencia frente a la lógica que estructuraba la sociedad según las necesidades del capital. El reconocimiento del carácter “desigual” de la relación pedagógica se ofrecía entonces como el medio para realizar los fines igualitarios de la Escuela. Pero, como intenté mostrar en El maestro ignorante, con Jacotot, la igualdad no es un fin sino un punto de partida. La relación escolar no es el medio de la relación social. Cada una es la simbolización de la otra. No hay desigualdad escolar al servicio de la igualdad social. Tanto al nivel de la Escuela como al nivel de la sociedad y del ejercicio de los poderes públicos, la relación desigual sólo funciona vinculada a la relación igualitaria, es decir, el maestro transmite su saber, el jefe hace ejecutar su orden sólo si el alumno o el subordinado comprenden lo que dicen y son capaces de hacerlo. La cuestión es saber cómo tratar este nudo, qué relación se privilegia. El privilegio que los republicanos dieron a la desigualdad pedagógica, como medio para la igualdad, era de hecho una elección a favor de la desigualdad, que se marcó de manera cada vez más fuerte. La lucha por la igualdad de oportunidades se convirtió en una lucha contra el igualitarismo de los “individuos consumidores” y a favor de la restauración de la jerarquía, de la trascendencia, etc. A.: El principal acusado del discurso antidemocrático es sin lugar a dudas Mayo del 68, donde participaron numerosos acusadores. Si la democracia es sobre todo “el reino de los deseos ilimitados del individualismo consumista”, Mayo del 68 fue la hoguera donde ardieron definitivamente los restos de vínculo social tradicional que hacían de nosotros algo más que esas “partículas elementales”. ¿Qué desórdenes evoca aún Mayo del 68 para ser tan completamente insoportable a ojos del discurso dominante? ¿se trata del mismo odio a la democracia que anima a ensañarse con el movimiento altermundialista, la revuelta de las banlieues o la contestación política al CPE (Contrato de Primer Empleo)?  J.R.: El odio a Mayo del 68 ha estado efectivamente sobredeterminado. Ha habido, claro está, el odio de los partidarios del orden establecido hacia un movimiento que ponía al desnudo el secreto del fundamento de la autoridad, a saber, precisamente el hecho de que ésta no tiene un fundamento último, que todo el sistema del orden social puede venirse abajo como un castillo de cartas. Ésta es la revelación intolerable de Mayo del 68: la revelación de la contingencia última del orden social, del principio anárquico que sostiene al orden estatal mismo. El odio de 1968 es el odio a la igualdad, el odio suscitado por la afirmación de la inteligencia de todos y de la contingencia del poder. Pero el odio suscitado por el 68 ha sabido recodificarse: en un primer momento, denunció a los que querían instituir un orden del Gulag en Francia. A medida que la amenaza soviética perdía su valor de espantajo, el discurso anti-68 se transformó en otra forma de denuncia, pretendidamente anticapitalista: mayo del 68, se dijo entonces, fue una revuelta de la juventud ansiosa por romper las barreras de la satisfacción y de los deseos consumistas. Este movimiento preparó, sin saberlo, el triunfo del mercado y del consumo al romper las barreras tradicionales que lo contenían: la autoridad, la religión, la familia, etc.  Esta transformación se produjo por el resentimiento de los actores del movimiento mismo, cuando este movimiento cayó: el fracaso de su deseo de transformar el mundo se transformó fácilmente en resentimiento contra la ideología que les había hecho creer que se podía transformar el mundo. Después de esto vino el resentimiento de los más jóvenes –la generación de los Houellebecq y cia-, celosos en el fondo de haber sido privados de las “ilusiones” de sus mayores. Ellos invirtieron el sentido de su resentimiento al declarar que la generación del 68, con su falsa revuelta, les había forjado un mundo marcado por el triunfo de la barbarie consumista. Aún hoy, la denuncia de todos los movimientos que quieren cambiar el mundo se nutre de este doble discurso. Lo hemos visto en el caso de la movilización anti-CPE. Se ha acusado a los jóvenes que se habían implicado en él de querer restaurar las ilusiones revolucionarias de Mayo del 68 y, a la vez, de ser, en realidad, reformistas ansiosos por asegurarse únicamente una buena adaptación de la Universidad al mercado. Los viejos sesentayochistas que forman la vanguardia de la reacción intelectual les decían a un mismo tiempo: “no empecéis como nosotros a querer hacer la revolución”, pero también “nuestra revolución era otra cosa que vuestro miserable movimiento reformista”.  A.: Desde Joseph de Maistre hasta Carl Schmitt, el discurso reaccionario ha cuestionado (desde posiciones la mayoría de las veces aberrantes) algunos fetiches de la izquierda: la confianza en la Razón, la equivalencia entre progreso y felicidad, los sueños de tábula rasa, el cosmopolitismo abstracto, etc. ¿Hay algo interesante en ese sentido en el nuevo discurso antidemocrático?  J.R. Me parece que lo que caracteriza la situación actual es la competencia de dos discursos reaccionarios que han confiscado, cada uno por su lado, un parte de la herencia progresista o revolucionaria. Por un lado, está el discurso “progresista” que presenta la liquidación de las conquistas sociales y el desarrollo de las burocracias internacionales irresponsables como necesidades del movimiento histórico y en consecuencia estigmatiza las luchas democráticas que se oponen a ello como luchas “populistas” por el mantenimiento de los viejos privilegios y de las ideologías caducas. La reivindicación del progreso racional, el sentido de la historia, el “combate por la democracia”, el cosmopolitismo se han convertido así en el patrimonio del discurso oligárquico dominante. De manera simétrica, la denuncia de la ley de la mercancía se ha encontrado confiscada y puesta al servicio de una denuncia de la democracia y la glorificación de la ciencia se ha transformado en glorificación de la autoridad que transmite el saber, en reivindicación de un retorno a los valores de la autoridad, a la ley de la filiación, al respeto de las élites, etc. Esta tradición se reivindica de la Ilustración y de la ciencia para conducir finalmente al elogio desnudo de la autoridad y de la trascendencia. Pienso que la coincidencia de esta doble confiscación debe empujarnos a separar la racionalidad propia del principio igualitario y democrático, sustrayéndola a los equívocos del pensamiento histórico del progreso y de la educación del que estos pensamientos son herederos. Hay que separar lo incondicionado del principio igualitario y el desarrollo de sus consecuencias de toda visión del sentido de la historia o de la necesidad objetiva. 1. La haine de la démocratie, La Fabrique éditions, Paris, 2005. La editorial Amorrortu publicará próximamente una edición castellana. "

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