Publicado en La Nación - ADN Cultura
"Los circunloquios, las circunvalaciones, las circunnavegaciones con las que Jacques Derrida dio y sigue dando la vuelta al mundo hacen del arte del rodeo casi un sello de su estilo, también de su ""estilete"" o del ""espolón"" (para retomar su juego en Espolones. Los estilos de Nietzsche , 1978) con que podía desafiar o desconcertar a quien tuviera enfrente, en especial cuando empezaba sin vueltas y/o ceñía su objeto. ""Más vale que lo sepan desde ya: no cumpliré con mi promesa"", dice de entrada, en 1976, en Virginia, donde la Universidad lo ha invitado para que haga un análisis ""textual"", filosófico y a la vez literario, de la Declaración de la Independencia norteamericana -cuyo bicentenario se celebra ese año- y de la Declaración de los Derechos del Hombre, propuesta que él no asume pero resume, irónicamente, como lo que hubiera podido ser un ejercicio ""de literatura comparada con objetos insólitos para los departamentos especializados en esta improbable disciplina, la comparative literature"". Al negarse a ese ejercicio esboza uno de los temas -el de las instituciones de enseñanza- de esta conferencia que sería publicada, en 1984, en francés: Otobiografías. La enseñanza de Nietzsche y la política del nombre propio. En cuanto a la Declaración homenajeada, todo se ciñe a la pregunta: ""¿Quién firma, y con qué nombre supuestamente propio, el acto declarativo que funda una institución?"". No Thomas Jefferson, redactor del proyecto de la Declaración que, enmendada y reducida, firmaron efectivamente los representantes de las trece colonias que se independizaban de Gran Bretaña. ¿Y en nombre de quién firmaron? En el del ""buen pueblo"" que, de hecho, no existía como tal antes de ese acto, de modo tal que la firma, que ""inventa al signatario"", legitima también la representatividad de sus representantes. ¿Pero no hace falta otra ""subjetividad"", un nombre propio que garantice esa firma? Textualmente, en la Declaración, son ""las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza"" los que le dan derecho al pueblo a firmar por delegación de sus representantes. La última instancia es, entonces, Dios: ""No podría reemplazarse ""Dios"" por ""el mejor nombre propio"", agrega. Como al pasar, ciñéndose a ""¿quién firma?"", Derrida ciñe o enlaza (¿en un ""rodeo americano""?) la base teológicopolítica en la que la que se asienta la representatividad de las democracias y los Estados modernos. La sostiene fuerte y, con la misma pregunta, le echa un lazo a su objeto: Nietzsche en su laberinto. El trayecto comienza por Ecce Homo -cuyo prefacio Nietzsche firma con sus iniciales, en 1888, antes de internarse en una autobiografía que culmina con ""¿Se me ha comprendido? Dionisos frente al Crucificado""- y se extiende en un texto de juventud, Sobre el porvenir de nuestras escuelas (1872), en el que se ponen sobre el tapete la política, el Estado y la enseñanza. Sin eludir ningún problema (la reivindicación nietzscheana del guía o Führer, por ejemplo), Derrida retoma los temas que abrieron su conferencia y le da una nueva vuelta a los que le son propios, entre ellos: la autobiografía, la vida-la muerte, el don, la fecha y la firma. Estos tres últimos, centrales en Schibboleth. Para Paul Celan (1986), resuenan en Carneros . El diálogo ininterrumpido: entre dos infinitos, el poema (2003), bello homenaje a Hans-Georg Gadamer, con quien Derrida mantuvo una cálida amistad y un diálogo doblemente interrumpido -por la línea que separaba ambos proyectos teóricos, y luego por la muerte del singular hermeneuta-, retomado en esta conferencia que gira en torno a lo que ambos siempre habrán compartido: la lectura trémula y punzante de un poema de Celan, su inquietante bendición infinita. Leer o releer estos textos publicados hoy, en español, en excelentes traducciones -""leer es como traducir"", sentencia Gadamer-, es compartir ese arte del rodeo que es singularmente en Derrida, más allá de todo circunloquio, un modo preciso de ceñir su objeto. Casi su firma."