Publicado en Diario Clarín - Suplemento Ñ
"En qué momento se jodió el arte contemporáneo? ¿Fue acaso en 1917, cuando Marcel Duchamp, sospechoso habitual, compró un urinario en un comercio, lo firmó con seudónimo y lo emplazó en una muestra convencional? ¿O con los delirios que Dada organizaba durante la Gran Guerra? ¿Tuvo lugar en su mismo origen, con los primeros cubistas? ¿Ocurrió mucho después, con las extravagancias de los años sesenta? Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito. ¿Sería mejor, entonces, si en lugar de indagar a los artistas acusáramos a Hegel, a Nueva York, a Guido Di Tella? ¿Serán responsables los alcaldes porque advirtieron que una bienal improvisada o una modesta colección dentro de un edificio de gran diseño, podían volverse rentables atracciones turísticas? ¿Sería más justo apuntar contra esos magnates que, en busca de prestigio y bohemia, pagan fortunas de su dinero negro azuzando la obscena estampida de precios? La Gran Obra de Arte, o su nostalgia, parece representar la última figura de autoridad todavía popular en una cultura donde todas las instituciones muestran heridas abiertas y las antiguas certezas se evaporan. El arte contemporáneo no ofrece, como en el pasado, obras maestras inmediatamente accesibles a todo público, de las cuales el entendido admiraba unos aspectos, otros el observador lego, y ambos quedaban reconfortados por igual. La historia se transformó completamente a partir de comienzos del siglo XX, cuando Duchamp, con su mingitorio, abrió la posibilidad de que cualquier cosa pudiera ser considerada una obra de arte, incluso un objeto banal, cuya apreciación estética el artista repudiaba. Duchamp buscaba suprimir la noción de belleza para hablar de las obras y superar un ideal establecido a través de los siglos. Las consecuencias de su gesto radical fueron inmensas y siguen irritando a una mayoría, apartada de las salas de exposición e indignada por lo que allí se exhibe. La hostilidad hacia el arte contemporáneo no sólo se manifiesta en un gran público que se siente ultrajado y le da la espalda, sino también entre los especialistas. En su libro, Marc Jimenez reconstruye una controversia que estalló en Francia a comienzos de la década de 1990, cuando una serie de artículos impugnaron con violencia la escena artística del momento. Denunciaban a sus animadores por impostores, superficiales representantes de una interminable decadencia. Reprochaban las subvenciones para realizaciones estúpidas que los museos y las galerías recibían complacientes. Las instituciones fomentaban transgresiones que incorporaban, felices, a sus colecciones. Los artistas disfrutaban de su nulidad y su falta de oficio sufragados con dinero público. El arte había cercenado sus vínculos con la sociedad, a la que ya no servía como dispositivo crítico, ni como fuente de placer. Nadie tenía la menor idea de cómo evaluar una obra. Los partidarios del arte contemporáneo adoptaron una actitud apenas defensiva. Carecían de argumentos, se amparaban en obviedades. Era para ellos muy difícil justificar esos principios que, aplicados a su música, el revolucionario John Cage enumeró con ironía: “Ningún tema, ninguna imagen, ningún gusto, ninguna belleza, ningún mensaje, ningún talento, ninguna técnica, ninguna idea, ninguna intención, ningún arte, ningún sentimiento”. Veinte años después de la polémica, el libro de Jimenez intenta una réplica más eficaz a los dicterios contra el arte contemporáneo. La discusión francesa contenía motivos que se pueden actualizar en cualquier lugar. Jimenez objeta las generalizaciones en las que se respaldan los fiscales. Nadie está obligado a apreciar el arte de su tiempo, pero si lo desprecia, debería exponer con algún detalle sus razones, sin apelar al lugar común demagógico. El arte, después de todo, se compone de obras particulares y no todas son lo mismo.Muchos artistas buscan sustraerse del congelamiento en un museo, secundar las luchas populares, imaginar una contracultura y nuevos mundos. Las sociedades liberales dificultan esa misión porque pueden neutralizar de inmediato el disenso. Eso no implica que todos los artistas busquen la asimilación o la pose, ni que sus obras no tengan valor alguno. Se enfrentan a un adversario difícil; a veces –muy pocas– logran vencerlo transitoriamente. El mundo del arte proyecta la imagen de un bazar incongruente, donde todo parece posible, incluso original, si bien, al final, resulta inocuo. O todavía peor: se ofrece como una usina de ideas e iniciativas rebeldes que rápidamente son incorporadas al mundo de la publicidad o al entretenimiento de masas. Un obstáculo que identifica Jimenez es la miseria de la crítica de arte. Carente de fundamentos filosóficos o de sustancia política, la crítica se refugia en la mera descripción de las obras o en el repaso histórico de sus contextos. Deserta de su obligación mediadora entre la teoría, la obra y el público. No hace nada por impedir que el sistema del arte caiga preso del consumismo general y de un pluralismo democrático en el que todo se acepta y nada despierta auténtico interés. El arte se vuelve entonces mero espectáculo, y se constituye en una rama próspera, aunque elitista, de la industria cultural. La crítica, sin embargo, no es la única responsable de los malentendidos que rodean al arte contemporáneo. Ella debería aplicar las contribuciones de la teoría pero, precisamente, no hay una teoría disponible. Las viejas, inmutables concepciones sobre el arte son ya inaplicables en la actualidad y no tenemos reemplazo. Todo lo que existe es el juicio arbitrario, que se funda en una subjetividad incapaz de intercambiar interpretaciones porque se encierra en un orgulloso solipsismo o se legitima en las cifras del negocio. La estética también se replegó sobre su historia, a la que comenta sin pausa, inepta a la hora de afrontar la vitalidad de las obras. Estas reclaman un discurso que desborde los detalles de archivo, la redundancia biopolítica o las trivialidades poéticas que saturan los catálogos. ¿Es todavía posible una estética contemporánea? El arte expresa los dilemas de una cultura y da que pensar sobre la época, pero no todo el mundo acepta el desafío o puede con él. La última teoría estética de nuestro tiempo, escrita por Theodor Adorno y publicada póstuma en 1970 (Jimenez la tradujo al francés), se abre con la famosa frase: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente”. La cuestión del arte contemporáneo se plantea de modo obsesivo desde hace un siglo y no deja de agudizarse en cada inauguración subasta o escándalo. La respuesta sigue flotando en el viento sin que nadie pueda atraparla. Para contribuir a la confusión, Duchamp, con gélida indiferencia, lanzó un comentario oracular: “No hay solución porque no hay problema”."