Publicado en Revista Ñ - Diario Clarín
"La oposición entre esencia y apariencia constituyó uno de los pilares de la filosofía desde sus comienzos griegos. Mientras que en la primera residía una verdad que el pensamiento tenía que alcanzar y reivindicar, la segunda se ocupaba de ocultarla. Engañaba así al conocimiento e inducía a llevar una vida fundada en el error. Mario Perniola (Asti, 1941), catedrático de Estética en la Universidad de Roma, sostiene que, en nuestra época, esa milenaria oposición perdió todo sentido. La superficie brillante y atractiva de la realidad visible ya no disimula un contenido valioso que pasaría entonces desapercibido y debe ser conquistado resistiendo la atracción de lo inmediato y falso. La tradición metafísica, por tanto, se muestra impotente a la hora de interpretar la época radicalmente nueva en la que vivimos. Puede aportar retazos conceptuales e inspiraciones parciales, nunca un esquema firme sobre el cual replantear la desconcertante situación histórica en la que nos hallamos. En ella, según el autor, las viejas nociones que organizaban el sentido de la existencia ya no parecen tener mucho efecto porque domina el nihilismo. En su revisión histórica, Perniola recurre a una serie de autoridades, entre ellas a quienes llama los tres máximos intérpretes de la civilización occidental: Heidegger, Nietzsche y Freud. A esta lista de referencias germanas, agrega un uso productivo de Marx, mientras que del sector francés de su biblioteca aprovecha a Klossowski y Baudrillard. Las lecturas sobre las que Perniola elabora sus propias interpretaciones, a menudo brillantes, evitan la usual oscuridad en la que caen empresas de interpretación ambiciosas como la suya. Siempre fluido y preciso, alejado de lo que denomina “malabarismo cultural”, tan habitual en la actualidad, Perniola, es uno de los máximos exponentes del pensamiento italiano actual, menos difundido que Eco, Vattimo o Agamben, pero no menos atraído por cuestiones políticas y estéticas que cualquiera de ellos. Este es tiempo de los simulacros, argumenta en su libro. La palabra no designaría aquello que nos enseña el diccionario: algo fingido, una fantasía que se toma por real o una imitación engañosa de un modelo auténtico. Ya no existe tal modelo: se disolvió en la exhibición de la que es objeto. La copia no tiene original; los simulacros no ocultan ni sustituyen nada, simplemente están ahí y llenan nuestra vida social. El triunfo del simulacro reconoce antecedentes en el mundo barroco, con su predilección por lo onírico y lo teatral. La sociedad barroca se fundaba en una ilusión nocturna; cada cual representaba en ella un papel sin guión prefijado. Sin embargo, la modernidad previa al imperio de los simulacros había desarrollado unos vínculos peculiares que conectaban a la sociedad con la cultura dotando al sujeto de significado y pasión por lo real. En primer lugar, el periodismo, entendido como el espacio de conformación de la opinión pública a través de informaciones y debates. Luego, la universidad, que el Estado sostenía porque consideraba a la ciencia como un respaldo a la verdad que pretendía detentar. Y, finalmente, los partidos políticos, que competían entre sí por el control del Estado y brindaban un ámbito de aprendizaje ideológico y militante. Estas mediaciones socializaron el pensamiento, volvieron más racional la vida en comunidad y más legítimo el poder. Lo que vino a desplazar a estas instituciones fue el dominio de la industria cultural que convierte el pensamiento en mercancía y hace del consumo la forma de sociabilidad preponderante. La prensa, la política y la academia se transformaron en terreno para los negocios. Perdieron sus motivaciones intelectuales; se convirtieron en simulacros. Sus viejas identidades entraron en una decadencia irreversible y ahora apenas constituyen instituciones decorativas. Un malestar cultural crónico aqueja al mundo desde 1968, asegura Perniola, para quien “periodismo, universidad y política se cierran en sí mismos porque la sociedad ha dejado de ser una totalidad”. El resultado es una pérdida general de racionalidad, de coherencia y de legitimidad sociales. La cultura se ha vuelto ornamental, la sociabilidad mafiosa y las ideas ya no tienen sustento: una palabra vale tanto como cualquier otra, los signos son intercambiables y están desconectados de la realidad. A las convencionales figuras modernas del periodista, el profesor y el líder se opone ahora la del operador cultural indiferente a los contenidos y arraigado en el mercado. Perniola considera que este panorama exige, siguiendo a Heidegger, un cambio de perspectiva y quizá la estética, habituada a reflexionar por fuera de los intereses convencionales, pueda suministrar el instrumento de navegación por lo desconocido. Es cierto que el simulacro no tiene un interés artístico, puesto que no es una imagen en sentido estricto, pero no es menos cierto que la estética, que se ocupaba del arte, se ha quedado también sin objeto. En los años cincuenta, el advenimiento de una neo-vanguardia disolvió la función tradicional del arte y lo terminó convirtiendo en un puro bazar de objetos suntuarios y signos de estatus. La expresión “obra de arte” quedó perimida, a lo sumo remite a un fetiche. Caída la política ideológica, junto con los viejos pilares que la sostenían –el mito, el consenso o el carisma–, en la época de los simulacros sólo rige la seducción. Ella supera las oposiciones tradicionales entre verdad y engaño, esencia y apariencia, para ofrecerse a los seducidos como un espejo donde éstos pueden proyectar sus deseos narcisistas. A pesar de que la estética ya no puede cumplir las funciones de una filosofía del arte, aun sería muy capaz de reflexionar sobre la seducción que ahora regula las relaciones entre el sujeto y la imagen holográfica del simulacro. En su introducción, Perniola explica que no propone un programa de acción, fuera de recomendar (puesto que las rebeliones ya no tienen eficacia) una actitud reconciliada con un tiempo histórico a cuya caracterización filosófica consagra su obra. También se preocupa de aclarar que su libro no es nihilista; sin embargo, resulta difícil acompañar esta declaración. Ni la esperanza ni el entusiasmo iluminan sus páginas; si bien tampoco una actitud cínica o indiferente. La sociedad de los simulacros construye más bien una atmósfera sobria, aunque también sombría, sobre el presente. Parece un protocolo erudito acerca de una derrota definitiva, política y cultural. ¿Cuánto le debe este diagnóstico a la condición posmoderna y cuánto al clima de abatimiento espiritual y decadencia material que se apoderó de Italia en las últimas décadas? Es cierto que depresión no es un sinónimo de la noción filosófica de nihilismo la cual, según el autor, resulta la más adecuada para definir nuestro tiempo. Pero en ciertos contextos pueden llegar a ser términos intercambiables."