Publicado en Blog Spinozianas: filosofía y política
"Con el libro El odio a la democracia, Jacques Rancière se implica de lleno en el gran debate que vive parte de la intelectualidad francesa en torno al concepto y uso de «democracia». Rancière tiene una motivación clara para su publicación: desmontar las mentiras y contradicciones que la intelectualidad «antidemocrática» achaca al objeto de sus críticas y, sobre todo, a su protagonista, el individuo democrático. Para ello, el autor francés parte de la definición de la paradoja democrática, es decir, la paradoja que surge al entender la democracia como el reinado del exceso de sus sustentadores, lo cual llevaría a la ruina del mismo gobierno democrático, por lo que estos gobiernos deberían reprimir los excesos que su mismo sistema genera. Esta paradoja se convierte en punto de partida teórico a criticar para un Rancière que, con paciencia y mucho tino, tratará, no solo de desacreditar a los nuevos conservadores que usan el hijo del consumo, el individuo democrático, como culpable de todos los males, sino para expresar su posicionamiento democrático, sus ideas en torno a este concepto tan controvertido y su aplicación a la realidad política francesa. Rancière pone en la diana, se encapricha en criticar una de las obras que podrían acogerse como paradigma del nuevo odio hacia la democracia, a saber, Les penchants criminels de l’Europe démocratique, de Jean-Claude Milner, obra que sitúa la democracia occidental como enemiga fundamental del pueblo filial de Israel. Este posicionamiento da al autor de El Odio a la democracia las claves del nuevo odio al que se enfrenta la ya desgastada democracia. El individuo democrático se habría convertido en un individuo egoísta, la democracia se identificaría con una sociedad de consumo y la escuela sería la culpable última de tal degeneración, la que ha tenido el papel protagonista en la creación de este tipo de sociedad de excesos. Lo interesante aquí es darse cuenta de la caracterización animalizada, despojándolo de su politicidad, que Milner da al individuo normal y corriente de cualquier sociedad democrática y occidental de hoy en día. Incluso se critican, se ponen en duda los derechos, derechos de los individuos egoístas, de individuos que solo miran para sí y no para la colectividad. Pero veamos quién es este individuo democrático al que tanto critican los enemigos de Rancière. La ecuación por la cual los críticos actuales de la democracia critican su objeto es sencillo, a saber, los individuos egoístas, aquellos que Marx creía que eran los propietarios de los medios de producción por no ver más que sus propios beneficios personales, ha pasado, se ha rebajado, a toda una sociedad y a todos y cada uno de los individuos de la sociedad. Esto es en lo que se ha convertido la sociedad, en una suma de individuos que solo tienen el lucro personal como objetivo en la vida, forma de actuar que más tarde o temprano destruirá, no solo el sistema, sino que nos llevará al final de la humanidad si alguien no lo remedia. La simple ecuación de democracia = ilimitación = sociedad lleva a pensar que la democracia es una forma de sociedad y no una teoría política; que es el reinado del individuo consumista y no el de los hombres libres. La democracia, para sus críticos contemporáneos, se ha reducido a tan solo una sociedad de consumo de individuos privilegiados. Se podrá decir que la reducción de la democracia hacia una forma de sociedad es la primera de las reducciones que Rancière identifica como pertenecientes al odio a la democracia. Pero aún queda un segundo y quizás más inquietante movimiento que Rancière identifica como la tendencia autodestructiva que los nuevos enemigos de la democracia achacan a la forma social de nuestra democracia. El campo de batalla, de desarrollo de este segundo movimiento sería la escuela, donde el individuo democrático, reducido a un pequeño individuo democrático que ve en el maestro un vendedor de servicios igual que el frutero o el televidente, destruye de golpe a toda una generación de maestros republicanos que no pueden ya transmitir a las almas vírgenes un saber universal que vuelve igual a los hombres. Si esta «raza» desaparece y la escuela ya no es el transmisor, no puede ya educar a los pequeños individuos egoístas, la humanidad irá directa a la autodestrucción. En fin, toda la política de hoy se reduciría a una dualidad entre la humanidad adulta, fiel a la tradición, costumbres republicanas y defensora de los auténticos valores de la humanidad, contra una humanidad pueril, una masa de individuos democráticos, consumidores, privilegiados que llevarían a la humanidad a su autodestrucción. La sociedad es el hábitat de esta segunda «raza» de individuos; la democracia, su alentadora. Según Milner y sus compañeros de batalla, la democracia actual sería la humanidad del pastor perdido. Este pastor perdido, dejando ya de lado a Milner y los críticos contemporáneos de la democracia, se habría dado, según el entender de Rancière, en los griegos antiguos. Aquí el pensador francés trata de encontrar el valor auténtico de la democracia, el porqué de su forma sin pastor, de un olvido que ya Platón habría enunciado. El díscipulo aventajado de Sócrates ya advirtió la crítica contemporánea a la democracia, a saber, que la realidad política de la democracia se reduce a un estado de sociedad donde el hombre egoísta es el que usa y abusa de las leyes a su capricho. La democracia no es una mala forma de gobierno sino un estilo de vida opuesto a toda política comunitaria, a toda forma de organización política de una sociedad. Pero todo esto esconde un significado profundo, a saber, que la democracia significa realmente el principio mismo de una política asentada en un principio que instaura la política sin fundamento alguno. Para entenderlo, para hacer una reconstrucción de esta última afirmación demoledora hay que partir del arché, del principio que impone el comienzo y mandato, la razón del derecho primero a mandar, el porqué de los que mandan. Según Rancière, este arché daría la anticipación del derecho a mandar en el acto del comienzo y la verificación del poder de comenzar en el ejercicio del mandato, de lo que se podría deducir un ideal de buen gobierno, es decir, de saber quiénes son los elegidos, los que poseen las disposiciones para mandar y para ser mandados, para gobernar y ser gobernados. Estos principios los extrae Rancière de Las Leyes de Platón, y son siete títulos que dan la legitimidad necesaria para gobernar. Por un lado estarían los que poseyeran el derecho a mandar por naturaleza ya sea por ser el más fuerte, de mejor cuna o por anticipación, mientras que por otro lado estarían los que tendrían alguna «razón» para gobernar, es decir, ser los mejores o más sabios que el resto. No obstante, faltaría un título y este sería precisamente el que fundamenta la democracia, un título que no es tal, el título que se funda en el azar. Los primeros fundarían el orden en la ley de la filiación, los segundos pedirían algo más, a saber, el inicio de la política, la necesidad de tener algo más que mejor cuna para gobernar. No obstante, el título democrático rechaza, destruye estas dos y va más allá; es la auténtica realización de la política. Se basa en una ausencia de título para gobernar, pese a ser un título; supera el estado de naturaleza y funda la sociedad, un título que rompe definitivamente con la naturaleza, niega la filiación y el poderío. En este punto la democracia ya no es el capricho de los niños o consumidores sino del azar, de una naturaleza que se derroca a sí misma como principio de legitimidad. Democracia, pues, querría decir lo siguiente: un «gobierno» arcaico, fundado en un título que no es tal, en la ausencia de título, en la repartición del título. Y es que según Rancière, no hay gobierno justo sin la participación del azar, sin aquello que contradice la identificación del ejercicio del gobierno como algo deseado, conquistado. Es el principio anticorrupción, de la diferencia y de la auténtica política, de la autorresponsabilidad como sociedad y destrucción de la filiación y el poder como base del gobernar. Esto es, pues, lo que la política requiere y fundamenta, un título que no es tal y que complementa otros títulos. Una vez establecida la justificación simbólica de la democracia, Rancière pasa a analizar la democracia representativa actual en el sentido opuesto al de los enemigos del individuo democrático. El pensador francés cree que la representación, con su forma concreta de elección, es una forma oligárquica de gobierno. Es erróneo tanto identificar como refutar la democracia con la representación. Esta democracia representativa vendría fundada por privilegiados «naturales» y desviada poco a poco por las luchas democráticas, por revoluciones. La democracia no se identifica con ninguna forma jurídico-política, pues es el poder del pueblo que siempre se sitúa más allá o más acá de esas formas; es el poder por ampliar lo público o común, por abarcar tanto derechos como espacios. Si las esferas públicas y privadas se encuentran separadas es para un mejor control oligárquico de ambas, hecho que el movimiento democrático trataría de rechazar, tanto en el aspecto privado como en el público. Y la acción democrática se define por la acción de sujetos que tratan de reconfigurar la distribución de lo privado y lo público, de lo universal y lo particular, en tratar de emancipar estos movimientos del poder oligárquico. Tanto lo universal como lo particular, tanto lo privado como lo público han de estar siempre bajo lupa, bajo una forma polémica. Especificando el problema francés, el tipo de Estado francés, Rancière identifica la República como limitador de la sociedad, como movimiento de repulsa al exceso democrático. La definición de la democracia actual sería la siguiente: es el fundamento igualitario necesario del Estado oligárquico, así como la actividad pública que contrarresta la tendencia estatal de acaparar la esfera común, lo público y su despolitización. Con esto Rancière consigue una reducción o descripción adecuada del problema político desde lo teórico hasta lo práctico. Su legitimación, descripción y posterior materialización de la democracia es claro ejemplo de cómo todos los problemas filosóficos tienen base práctica. La manera de ser de la democracia actual, su verdad profunda es que vivimos en estados de derecho oligárquicos que tienen la realidad de la economía como realización (lo ilimitado del poder de la riqueza) y se ven en constante lucha por el freno democrático de la soberanía popular y los derechos individuales. La realidad, lo ilimitado del poder de la riqueza, hace expandir las economías nacionales más allá de sus fronteras nacionales a la vez que pretende establecer una ciencia para gobernar; la oligarquía se recicla enseñando que para gobernar se ha de saber, que solo quienes mejores soluciones ofrezcan tendrán el privilegio de gobernar. Los estados oligárquicos actuales son el matrimonio del principio de riqueza y principio de la ciencia, matrimonio que expulsa al pueblo de la toma de decisiones y oculta la gran aspiración de la oligarquía, gobernar sin política, volver a aquellos títulos sin el título que no es tal. No obstante, esta lucha oligárquica no es fácil y Rancière enumera una serie de cuestiones a tener en cuenta en esta tensión entre la oligarquía y el movimiento democrático. Es, sin embargo, a donde quería llegar desde el inicio del libro; a saber, todo ello no resulta ser más que un análisis contextualizador para atacar a los que va dirigido el libro, a los críticos de la democracia entendida como forma de sociedad y no política. Esta lucha permite comprender las manifestaciones intelectuales antidemocráticas. Rancière clasifica en dos los actuales críticos de la democracia. Están los que, provistos de un marxismo trastocado, abogan por un consenso en el que el movimiento económico mundial o el libre mercado globalizado sería una necesidad histórica a la cual hay que adaptarse y a lo que tan solo se niegan representantes de ideologías anticuadas. Antes estaban convencidos de que el movimiento histórico conducía hacia la revolución socialista mundial; ahora, en cambio, creen que la necesidad histórica se centra en el triunfo mundial del mercado. Creen en el progreso, creen en la necesidad histórica de este progreso; es un marxismo que aboga por el triunfo del capitalismo. Así, los que no se unen o creen en esta necesidad histórica actual son arcaicos o representantes de ideologías caducas, es decir, al fin y al cabo son enemigos de la «democracia», de un sistema que es una obligación histórica. Pero estos son los críticos más débiles del movimiento democrático. Los auténticos enemigos del movimiento democrático, del individuo democrático, también cogen elementos del marxismo. Esta vez, sin embargo, no se centran en la historia sino en la división de la historia en dos, las clases. Se puede decir que siempre critican la misma cosa, a saber, el reino del consumo, el de la mercancía, el principio de ilimitación. No obstante, el resentimiento hacia un mayo del 68 perdido y, por lo tanto, hacia el marxismo, hace girar su razonamiento en sentido contrario, la lógica de las causas y de los efectos se invierte. Si bien antes era un sistema global de dominación lo que explicaba el comportamiento individual, ahora es el individuo el responsable que hace reinar lo que llaman «tiranía democrática» del consumo. Las leyes del mercado, el tipo de producción y circulación de las mercancías han sido la simple consecuencia de los vicios de los que consumen precisamente dichas mercancías. Es decir, «los nuevos profetas» –como los llama Rancière–, no se quejan de los oligarcas de todo tipo, antes que nada se quejan de los que denuncian a los oligarcas. Según Rancière, «olvidada toda política, la palabra democracia se convierte entonces en el eufemismo que designa un sistema de dominación al que ya no se quiere llamar por su nombre», además del nombre del sujeto que sufre este sistema, lo alimenta y lo denuncia. Este individuo se convierte en culpable absoluto de un mal irremediable, en el asesino de la civilización y la humanidad; eso es lo que piensan algunos de los críticos. Algunos de estos críticos se contentan con denunciar los pequeños placeres que disfruta este individuo, pero otros tienen que cargar verdaderos crímenes a la democracia. Para ellos el exterminio de los judíos tomará el relevo a la revolución social en cuanto acontecimiento divisor de la historia. Así, la ideología nazi se convierte en argumento insuficiente para la explicación de tal acontecimiento, es decir, quieren ligar los términos nazismo, democracia, modernidad y genocidio. De la exterminación de los judíos por los nazis se deduciría que todo lo que se realiza en nombre de la democracia no es más que la continuación infinita de un solo y mismo crimen que destrozaría la civilización y, cómo no, la humanidad. Aún así, por muy fuerte acusación o disparatada argumentación que se dé contra la democracia, esta explicación no tendría grandes consecuencias, pues los mismos críticos se encontrarían bien situados dentro del consenso pseudo-democrático de hoy en día. Obedecerían al consenso de tomar la democracia como una totalidad única, un tipo de orden estatal y forma de vida social, como un conjunto de maneras de ser y un sistema de valores. Este tipo de odio se situaría sin problemas como una de las formas de confusión y olvido que se le aplican o afectan al concepto de democracia. Se concibe como la punta de lanza ideológica que ayuda a la oligarquía en la tarea de luchar contra la democracia, y una democracia totalitaria es la excusa perfecta para luchar contra la «igualdad de condiciones» tanto en el campo económico como en el estatal y social. Rancière escribe El odio a la democracia para refutar las críticas al individuo democrático, al cual desliga de la responsabilidad social de la irresponsabilidad que los críticos con la democracia le achacan. No obstante, al acabar de leer la obra, uno se da cuenta de que la refutación a los críticos es tan solo una excusa para proponer la auténtica legitimidad y fundamentación de la democracia. El pensador francés plantea una discusión democrática en torno a su concepto simbólico y su traducción real. Pone a cada concepto en su lugar, a partir de una de las redefiniciones más atrevidas de los últimos tiempos, que se sale de los cánones habituales de las discusiones actuales y vuelve a plantear la democracia en toda su radicalidad, vuelve a situar el dedo en la llaga. Así, la discusión ya no se centra en la democracia actual sino en la democracia como tal, lo que nos lleva a plantear toda la literatura que ha tratado de justificar la democracia representativa como forma real o, al menos, útil de la democracia. Cierto es que Rancière tampoco propone una forma concreta de realizar dignamente la potencia que le atribuye a la democracia. Pero esto no es un error: Rancière establece lo que cualquier forma de gobierno auténticamente democrático ha de tener, es decir, un gobierno sin gobernadores, un poder sin poderosos, por lo que a partir de aquí se deducen varias formas de un gobierno de estas características. En fin, El odio a la democracia es una gran aportación y toque de atención no solo hacia el concepto de democracia y su uso, sino también a las sociedades occidentales de hoy, un desenmascaramiento excelente del proceso de despolitización y oligarquización de las formas de gobernar actuales. Se puede decir incluso que Rancière devuelve algo de la dignidad arrebatada a la filosofía y su objeto, el ser humano normal y corriente, el animal político desposeído."