Revista Ñ
Filosofía. Lo real es una noción que intimida y desconcierta. El pensador francés Alain Badiou acomete una elucidación teórica y política del asunto.
Apenas estalló la última gran crisis financiera, la reina de Gran Bretaña visitó a un selecto grupo de economistas para que le explicaran la delicada situación mundial. Al cabo de sus exposiciones, la monarca –quien a pesar de sus caniches caprichosos y sus ridículos sombreritos jamás perdió cierto sentido común– les preguntó por qué ninguno de ellos había alertado sobre la debacle. Los azorados sabios solo atinaron a mirarse entre sí.
La economía se pretende científica. Y si una de las características de la ciencia es su capacidad de hacer previsiones fiables (la astronomía descolla por su precisión en este rubro, la meteorología tiene sus altibajos), entonces el estatuto de la disciplina puede quedar en entredicho. Este no es el único motivo para tejer sospechas sobre esa “lúgubre ciencia”, tal como la calificó Thomas Carlyle hace más de un siglo. Según sostiene Alain Badiou, la economía ha llegado en nuestra época a someternos con sus intimidaciones. Más grave, logró configurar el marco de lo que llamamos realidad.
En busca de lo real perdido contiene un conciso, elegante ensayo de Badiou que desarrolla un tema filosófico tradicional, viejo como el mito platónico de la caverna al que hace referencia: el de las complejas relaciones entre esencia y apariencia. Lo original de su intervención es que brinda una respuesta a la vez teórica y política, y la aplica en clave lacaniana.
En una de las fábulas más célebres de la tradición occidental, Platón imaginó a unos hombres rondando una fogata en las profundidades de una cueva para quienes la única verdad eran las sombras que ellos mismos proyectaban sobre la roca. Transportados al exterior, no podían soportar el radiante sol del día que representaban la verdad y el bien. Preferían volver a hundirse en las tinieblas de lo falso y lo malo. Dos milenios y medio más tarde, Lacan llamaría “lo real” a la luz solar de Platón, puesto que no puede tolerarse, a menos que un largo trabajo clínico permita desmontar, con cuidado y venciendo resistencias, las barreras psíquicas que erigimos para defendernos de lo que nos atormenta.
Badiou reproduce la definición lacaniana de lo real, casi un homenaje a los enigmáticos filósofos que precedieron a Platón: “lo real es el impasse de la formalización”. Esto significaría que se encuentra cubierto por capas de imaginería protectora, pero mentirosa. Cuando esas se desgarran por algún motivo –sufren un impasse– liberan una radiación cegadora que produce angustia, como cuando percibimos nuestro propio final al asomarnos a un abismo.
En una brillante sucesión de ejemplificaciones, Badiou recurre al cálculo matemático, a la anécdota de Molière muriendo de veras mientras actuaba su pieza El enfermo imaginarioy a un hermoso poema de Pasolini de los años 1950 titulado “Las cenizas de Gramsci”. Las tres ilustraciones aclaran de qué manera se accede a lo real mediante la ruina de un “semblante” (término lacaniano para la falsa apariencia). Lo real avanza enmascarado; su máscara debe caer para que podamos ver la realidad. Esa caída es lo que Badiou llama acontecimiento, un proceso que devela la verdad.
Dando un giro político a todo este despliegue, el autor apela a la antigua contraposición entre la democracia solo formal y la real. La democracia actualmente existente es un mero semblante del capitalismo, que es lo real. Se trataría entonces de volver real a la democracia, pero ya sin la confianza marxista en una marcha histórica necesariamente aliada a esta difícil empresa. Frente a un tradicional comunismo confiado en el progreso ascendente de la historia hacia la igualdad, Badiou propone un comunismo pasional. Si en el cine “lo real” es todo aquello que queda fuera del campo que capta la cámara, en política sería el espacio que se extiende fuera del Estado, o sea, del ámbito de la democracia formal, mero semblante de los negocios y la corrupción generalizada. Y es en ese terreno donde se debe contraponer al capitalismo con su imposibilidad fundamental: la igualdad.
La pasión por lo real –por una religión verídica que afirma la existencia de una verdad– caracterizó al siglo XX. La consecuencia fue la diseminación de una épica que resultó sangrienta y acabó desprestigiada. La lección del siglo anterior es que quienes buscaban la igualdad –lo real– solo encontraron tragedias. Lo mejor entonces sería confiar en los pronósticos económicos que auguran desarrollo y justicia futuras mientras la política (y la sociedad) se depura de una corrupción repudiable y, aunque extendida, solo episódica. Entretanto, se puede vivir al abrigo de lo real, entregados al consumo y a lo que Pascal ya denominaba “divertimento”, la industria del entretenimiento masivo.
Con una energía infrecuente en el actual firmamento intelectual, Badiou aboga por abandonar la mera supervivencia para reasumir –en palabras de Pasolini– “la desesperada pasión de estar en el mundo”. Dicha pasión solo sería eficaz si consigue disociar la historia de la política, porque la primera ya no está del lado de la segunda, como oscuramente ya lo presagiaba el poeta de “Las cenizas de Gramsci”.