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La retórica derrotista de las letanías esteticas

Por Fernando Castro Flórez 26 de noviembre de 2006

Publicado en ABC - ABCD

"Hace diez años, exactamente el 20 de mayo de 1996, se publicó en el periódico Libération el texto «El complot del arte» de Jean Baudrillard que generó, instantáneamente, reacciones de franca animadversión. El logógrafo francés lanzaba, una vez más, una diatriba cultural y el ambiente «estético» no estaba, ni mucho menos, dispuesto a aceptar una descalificación global. La primera frase era una pura y simple andanada: «Si en la pornografía circundante se ha perdido la ilusión del deseo, en el arte contemporáneo se ha perdido el deseo de ilusión. En el porno no queda nada que desear». Luego venía la pirotecnia de siempre: lo transexual, la banalidad, la comedia del arte, el striptease perpetuo, la transparencia cool, la dictadura irónica de las imágenes, la conspiración de los falsarios, etc. Con la astucia que le caracteriza, Baudrillard conseguía servir otra ración de steak tartar «conceptual» sin provocar, de entrada, vómitos. Pomada artística. A fin de cuentas todos, con mayor o menor grado de participación en la pomada artística, hemos sentido el hartazgo de lo descaradamente mediocre, no desconocemos la sensación de que muchas cosas son perogrulladas o, para no andarme por las ramas, la certeza de que estamos metidos de lleno, otra vez, en el cuento del traje nuevo del emperador. La estrategia de sublimar la insignificancia no puede repetirse impunemente, mientras la actitud vandálica no provoca, al cabo, otra cosa que el rechazo visceral o el aplauso flácido de esos que piensan que lo «radical» es aquello que, estando subvencionado, pone en escena el sabotaje que nos mantiene, por decirlo castizamente, más anchos que panchos. Desde una posición que no es, afortunadamente, la del integrado esnob, Baudrillard encuentra que el vértigo de las exposiciones genera un torrente de bagatelas, una suerte de Nada mayúscula que intenta ser eje de todos los signos. Delito de iniciados. Cuando el arte es una especie de delito de iniciados y, sobre todo, la desilusión ocupa casi todos los corazones, «¿tendrá —se pregunta el autor de Las estrategias fatales? derecho el arte a una existencia segunda, interminable, semejante en ello a los servicios secretos, que, como se sabe, hace ya mucho tiempo que no tienen secretos que robar o intercambiar, pero siguen floreciendo en plena superstición de su utilidad y dando pasto a la crónica mitológica?». Con esta pregunta retórica y un tanto extraña termina esa mínima «meditación» sobre la estagflacción del arte que podría llevarnos a asumir el comportamiento delirante como la justa correspondencia al estado de las cosas o bien hacernos albergar alguna esperanza en una implosión de todo aquello que, literalmente, ha tocado fondo.  Mientras el barco se va a pique los «teóricos» siguen aplicados a su estoica tarea de contar lo que pasa desde la más segura de las orillas.Si Baudrillard se acerca al arte, una periferia de sus preocupaciones teóricas, de forma indócil, Donald Kuspit pontifica desde dentro del barullo y su gesto es, principalmente, el de aquel que ha encontrado a los culpables y los acusa de forma implacable. El crítico norteamericano también encuentra rastros de la misma enfermedad banal pero, sobre todo, está indignado porque ha sido arrojado a la basura lo que llama todavía «el arte puro», ennoblecedor y, precisamente, curativo. En realidad, lo que sucede es que la basura ha ocupado, por las bravas, el centro de la atención estética encontrando el asentimiento de todos aquellos que, entre otras cosas, han perdido la relación con el inconsciente, esto es, con lo verdaderamente fecundo. Los infames que han vilipendiado lo estético tienen nombres y apellidos: Marcel Duchamp y Barnett Newman, Andy Warhol y Bruce Nauman. Otros sicarios han contribuido a que la cosa del arte se torne infecta, pero esa cuadrilla con el ready-made y sus derivados escatológicos o pretendidamente sublimes es la que tiene que ser, cuanto antes, juzgada por habernos sustraído la sacrosanta experiencia de la belleza. Sin duda, vulgarizo en mi parodia lo que Kuspit quiere decir aunque también podría justificar mi indigno comportamiento crítico recordando que él mismo ensaya con el trazo más grueso, dejando que la letanía fluya. Lo que llama «mundo artístico post-estético» es un ámbito francamente indigesto, de torpeza deliberada, pura entropía o Triunfo de la Muerte, entretenimiento alejandrino o mierda camuflada conceptualmente. Cierto Olor a podrido. Kuspit, a la manera shakespeariana, no se anda con florituras: el mundo del arte está podrido. Él sabe o acaso ha visto una exposición en Londres en la que había un montón de bragas sucias y calzoncillos con palominos, justificados curatorialmente como «imitación de la máxima fidelidad vital» y no está, a sus años, dispuesto a aguantar mas chorradas. Esta mierda que viene, insiste, de Duchamp y de Warhol tiene que desaparecer aunque se tenga que llamar a una brigada de catedráticos de estética provistos de la Crítica del Juicio de Kant y otros tochos para afrontar el hedor. Baudrillard no se asquea tanto con Warhol porque es lúcido en su nulidad, y su cinismo y agnosticismo totales son el mejor ejemplo de la starización de lo banal; tampoco sataniza al artífice del Gran Vidrio, ni le contempla, a la manera de Kuspit como un «envidioso, aguafiestas» ya sea porque no estamos en tiempo de las juergas vanguardistas y, sobre todo, cuando tiene la certeza de que «todo el mundo es cómplice». El teórico del simulacro vivió en propias carnes la usurpación o la malinterpretación artística al ser convertido en salsa para todos los guisos por los apropiacionistas norteamericanos e incluso por los glaciales neo-geos. Lo fantasmagórico de la simulación se transformó, según advierte el mismo Baudrillard, en algo fastidioso y aburrido. En el último capítulo de El fin del arte, Kuspit se abre de capa y afronta la faena definitiva: nos alecciona sobre las verdaderas obras maestras contemporáneas.  Y, sin rubor, nombra las ganaderías y elogia a cada toro por su trapio. Todo su severo juicio sobre la enfermedad mortal de lo post-artístico, esa porquería definitiva, termina, alquímicamente, por decantarse en el lujo malayo (perdón por este término tan sospechoso en nuestros días) de pintores como Richard Estes, Sean Scully, Vincent Desiderio o David Bierk. Estos serían artistas visionarios y trascendentes, capaces de ofrecernos la belleza perdida, capaces de hacer que el arte revele, afirma Kuspit al borde del éxtasis, «su esencial carácter de teodicea». No cabe ninguna duda: este crítico es un carca de tomo y lomo. Sus «gustos» y desgarros son comprensibles en escritores o columnistas pero resultan patéticos en alguien que, por lo que teníamos entendido, había afrontado con algún rigor el arte de nuestro tiempo. Sin camuflajes. Por lo menos Baudrillard reconoce, sin camuflajes, que el arte no es su problema y que su discurso es, como el de casi todos, ambiguo, pero lo que no siente es nostalgia por los valores estéticos antiguos. El arte acontece, si no me equivoco, más acá de la mística de lo bello, sin caer por ello en la completa insignificancia. De nada nos sirve, en asuntos culturales, el clamor apocalíptico, sobre todo cuando cada mañana podemos darnos una sobredosis radiofónica o empantanarnos en las portadas conspiratorias de algún periódico, ni tampoco sentimos por la estética del glamour (por ejemplo, esa neo-movida pavorosa) otra cosa que lástima, esto es, no tenemos que comulgar con la pura y lisa tontería o integrarnos en la comuna pastelera del «buen rollito». La retórica derrotista, esté en boca de la generación «gin» (como le gusta apuntar a Andrés Ibáñez) o sea un elemento del naufragio postmoderno, está demasiado sobada y aunque, lo confieso, sea «cómoda» no deja de tener algo indigesto, como esas rarezas del arte que le llevaron al crítico cansado a iniciar las letanías."

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